No es fácil escuchar las voces recluidas en los conventos femeninos, ni ahora ni en el pasado. Menos aún verlas aparentemente empoderadas en las redes sociales como a las monjas clarisas del convento de Belorado, alegremente rebeldes, desdeñando a su obispo y asumiendo que les van a llamar herejes y locas sin serlo. No es, sin embargo, una excepción en lo que ha sido históricamente la complejidad del monacato femenino. Tampoco lo es que irrumpan en el cuadro clérigos y obispos —excomulgados o no— deseosos de controlar el relato y gobernar sobre los bienes, cuerpos y almas de las monjas.
En septiembre de 1997 la prensa se hizo eco de un caso similar. Las cinco monjas —también clarisas— del convento de la Asunción de Espinosa de Henares (Guadalajara) habían desafiado la orden del obispo de Sigüenza de disolver la comunidad porque, según él, la avanzada edad de las religiosas les dificultaba la vida contemplativa. El obispo esgrimía una confirmación papal, de cuya veracidad dudaban las monjas, ya que solo habían recibido una fotocopia y su lenguaje les sonaba excesivamente coloquial. Según su portavoz —siempre un hombre—, las clarisas recibieron presiones y amenazas por denunciar lo que en realidad estaba en juego, la propiedad del convento, de sus tierras y de una cuenta bancaria, todo a nombre de las religiosas. Los habitantes de Espinosa apoyaron al convento frente a los planes del obispo, quien había aprovechado para nombrar una nueva abadesa sin contar con las monjas, provocando un enfrentamiento aún mayor. Después de que pasara por allí hasta el corresponsal de The New York Times, y como suele suceder cuando se carece de respaldo suficiente y de poder, las monjas acabaron acatando la orden de partir. Las sospechas de especulación inmobiliaria nunca se disiparon.
La rebeldía de las clarisas de Belorado y Guadalajara puede resultar extravagante en el mundo actual, donde el fenómeno monástico es residual. Pero, a pesar de que monjas díscolas —la Doña Garoza del Libro del Buen Amor; Eglentyne en los Cuentos de Canterbury; la abadesa preñada de las Cantigas de Santa María— y escándalos sexuales en los conventos hayan llenado las páginas de la literatura medieval y creado un particular universo femenino intramuros, la naturaleza de los problemas no se reducía a episodios escabrosos, sino que respondía a cuestiones más complejas.
La clausura como forma de vida regulada por normas de vigilado cumplimiento llevaba en sí misma el germen del conflicto, porque en él se reproducían las jerarquías sociales del exterior y las luchas de poder entre las familias que dotaban de riqueza a los monasterios donde se recluirían sus hijas, sus hermanas o, al final de sus vidas, sus viudas. La clausura fue lo suficientemente permeable para que el mundo exterior irrumpiese en la cotidianeidad que se vivía entre los muros y los enfrentamientos internos los desbordasen, máxime cuando a las monjas, por razón de su sexo, les estaba vedado oficiar las misas y liturgias que daban sentido a sus días y dependían de clérigos y capellanes que velaban por su fe y entraban y salían libremente del convento.
La injerencia de la jerarquía eclesiástica masculina en comunidades claustrales femeninas que, por otra parte, gozaban de una relativa autonomía en la gestión de sus recursos y propiedades, transita por la documentación medieval. Es el caso del conflicto entre el monasterio cisterciense femenino de Santa María la Real de las Huelgas de Burgos —fundado por Alfonso VIII de Castilla y Leonor de Inglaterra, ambos allí enterrados— y el obispo de Burgos, con el apoyo de Roma, a mediados del siglo XIII. El poder y la riqueza de las señoras de las Huelgas, de sus abadesas y monjas, como miembros de la familia regia y de los grandes linajes hispanos les permitió zafarse del control episcopal. Las abadesas confesaban, predicaban e incluso, como en 1244, consagraban a las novicias en presencia del rey Fernando III. A pesar de años de quejas, amenazas y excomuniones, papas y obispos chocaron contra un muro infranqueable. Un monasterio regio como el de las Huelgas podía escudarse tras los sepulcros de los reyes de Castilla, ancestros de las mujeres que allí se habían recluido sin abandonar sus riquezas y privilegios. Ganaron, evidentemente.
Casi en las mismas fechas, las dominicas del convento de Las Dueñas de Zamora vieron cómo se replicaba intramuros el enfrentamiento en la ciudad entre los obispos y los poderosos frailes de su orden, y abrazaron el caos, según parece. En 1279 un tribunal episcopal interrogó una a una a las 33 religiosas. Los testimonios se conservan. Debían responder sobre la vida y costumbres de la comunidad, el cumplimiento de la liturgia y el acoso a la priora por apoyar al obispo frente a los frailes dominicos, cuya intromisión en el convento era, según todas ellas, el origen del conflicto. El catálogo de trasgresiones era interminable: la regla no se respetaba, tampoco la clausura ni el silencio, no se obedecía a la priora, se robaban y profanaban las reliquias, las monjas estaban excomulgadas, los frailes eran sus amantes y les daban regalos, aunque algunas les tenían miedo y se encerraban en el horno, hacían procesiones en el claustro vestidas con los hábitos de sus amantes, y se hacían llamar por sus nombres. La violencia era común. Las rebeldes agredían a la priora, la llamaban hija de hereje, le echaban mal de ojo —cum digitis ad oculos, llevándose los dedos a los ojos, nos resulta familiar el gesto—, y la insultaban en vernáculo, porque probablemente en Las Dueñas de Zamora a esas alturas de la Edad Media el latín solo lo utilizaban los escribanos que traducían sobre la marcha a la lengua oficial de la Iglesia los testimonios de las monjas. Como tampoco tenían suficiente respaldo y recursos, en 1281 las rebeldes fueron enviadas a Benavente. Nunca más se supo de ellas.
Hay muchos más ejemplos. No todo va a ser hacer dulces.
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