El gran año electoral global sigue su curso. Y esta vez le toca elegir destino político a la mayor masa de votantes del planeta. El próximo viernes arrancan los comicios en la India, el país más poblado del globo, y una potencia económica y geopolítica en ascenso, en una votación acorde: de un tamaño descomunal. Unos 970 millones de personas están convocadas a las urnas depositadas en más de un millón de colegios electorales en 543 circunscripciones. El proceso, que empieza el 19 de abril, durará 44 días, hasta el 1 de junio, y se extenderá por el vasto subcontinente asiático en siete fases. Los resultados se esperan para el 4 de junio. Más de 5,5 millones de máquinas de votación electrónica serán movilizadas.
Bajo las cifras mareantes, sin embargo, late un clima polarizado. Encuestas y analistas dan como holgado vencedor al gobernante Bharatiya Janata Party (BJP), el partido nacionalista hindú del actual primer ministro, Narendra Modi, que lleva una década en el poder. Mientras, diversos organismos internacionales critican la regresión democrática del país y la discriminación de minorías, especialmente la musulmana. Y la oposición denuncia ser víctima de una persecución política por parte de instituciones estatales, y alerta del riesgo de que el secularismo constitucional podría verse comprometido en nombre del hinduismo si gana de nuevo el BJP.
Modi, de 73 años, se ha fijado como umbral alcanzar 370 escaños de los 543 que hay en juego en la Lok Sabha, la cámara baja del Parlamento, que será la encargada de investir al Gobierno. Serían 67 diputados más de los obtenidos en 2019. Y su formación comandaría una coalición, la Alianza Nacional Democrática, con una mayoría hipercualificada superior a los 400 escaños, que le daría margen para acometer reformas sin apenas contrapesos.
En frente tiene un bloque de formaciones opositoras lideradas por el Partido del Congreso, con Rahul Gandhi a la cabeza. Gandhi, de 53 años, es el último exponente de una estirpe clave en la política india: hijo del asesinado ex primer ministro Rajiv Gandhi y de la ex primera ministra Sonia Gandhi, nieto de la también asesinada ex primera ministra Indira Gandhi y biznieto de Jawaharlal Nehru, primer jefe de Gobierno tras la independencia. La formación obtuvo solo 50 diputados en 2019, y Gandhi fue expulsado del Parlamento en 2023, tras ser condenado por llamar “ladrón” al primer ministro. El líder de una formación sin la que no se puede entender la India de hoy ha tratado de dar un vuelco a las encuestas recorriendo el país con caminatas a pie y también en autobús: entre 2022 y principios de este año ha realizado marchas y travesías de unos 11.500 kilómetros para tomar el pulso a todos los Estados de la India y explicar su visión. Una reciente encuesta de India TV-CNX, sin embargo, otorga a la coalición de Modi 399 de los 543 diputados; la alianza opositora se quedaba en 94, con el Partido del Congreso en mínimos: 38 escaños, un resultado aún peor que en 2014.
Modi tiene sus feudos en el norte y el oeste de la India. Su éxito se encuentra entre clases medias y populares. Cuenta con la simpatía de las castas bajas, de donde asegura haber salido él mismo (afirmación que es cuestionada). Y goza de especial tirón en el llamado cinturón de la vaca, la franja donde la religión hindú tiene un peso determinante. Algunos lo ven como una deidad.
“Es una persona a la que la gente no solo respeta, sino que venera. Y esa veneración puede ser muy útil para que el partido gobernante logre un gran número de votos”, afirma en conversación telefónica Harsh Vardhan Shringla, ex secretario de Estado de Exteriores entre 2020 y 2022. Aunque no está afiliado al BJP, sí es próximo a la formación. Asegura que su éxito se debe a numerosos factores que empiezan por el liderazgo del propio Modi. Cita desde los millones de personas que han abandonado la pobreza (casi 250 millones en los últimos nueve años, según NITI Aayog, un instituto del Ejecutivo) hasta los proyectos de infraestructuras. “En todos los ámbitos ha habido un gran desarrollo” y “muchos esfuerzos para atender a los sectores más desfavorecidos”, dice. “En general, existe la sensación de que el Gobierno ha cumplido sus promesas”.
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Shringla fue el coordinador del G-20 celebrado en la India en 2023, un evento que ha elevado la proyección del país, afirma Shringla. La India se ha convertido en los últimos años en un pivote, una especie de tercera vía próxima a Occidente frente al auge de China. “Nuestra posición en la escena internacional no es la misma que hace diez años”. Si hace una década era la décima economía del mundo; hoy es la quinta. Sus tasas de crecimiento se sitúan entre las más altas de las grandes naciones, y cuenta con una legión de trabajadores: en torno al 65% de la población india es menor de 35 años. “Una cosa es cierta”, concluye el diplomático, “hoy estamos en la mesa de toma de decisiones”. Y todo eso influye para elegir partido.
Pero bajo el manto de estrella del Rock que se le ha conferido a Modi en sus visitas de Estado, se percibe también un discurso que ha dividido a la sociedad india. Así lo denuncia al teléfono el profesor universitario Apoorvanand Jha, voz habitual entre los críticos del Gabinete presidencial. Modi, explica, llegó al poder en 2014 con un lenguaje que ya iba destinado a polarizar, hablando de desarrollo y nacionalismo y, a diferencia de otros líderes, era capaz de expresar “sin complejos” su postura nacionalista hindú. Se hizo con el Ejecutivo gracias al “deseo y la esperanza” de la ciudadanía. “Lo que ha ocurrido en los últimos diez años es el desmoronamiento total del Estado indio tal y como lo conocíamos. Porque la democracia no consiste solo en celebrar elecciones, sino que también se trata de un fino equilibrio en el marco institucional”.
Apoorvanand asegura que el Gobierno está haciendo “casi imposible que la oposición participe siquiera en las elecciones”, y enumera ejemplos recientes a los que también se aferra la oposición para denunciar el supuesto acoso de instituciones cooptadas por el BJP. Desde 2014, hasta 25 destacados políticos de la oposición que se enfrentan a acusaciones de corrupción se han pasado al gobernante BJP; en 23 de estos casos, su cambio de chaqueta se ha traducido en un indulto, según una investigación reciente de The Indian Express.
Otro ejemplo aportado por los críticos: en febrero, el Partido del Congreso anunció que sus cuentas habían sido congeladas por un supuesto caso de impago de impuestos. “No podemos apoyar a nuestros trabajadores, y nuestros candidatos y dirigentes no pueden viajar en avión ni en tren”, denunció Gandhi en marzo, según AP. “Se trata de una acción criminal (…) llevada a cabo por el primer ministro y el ministro del Interior”. Otro ejemplo más: el ministro principal de Delhi, Arvind Kejriwal, que lidera el segundo partido de la coalición opositora, se encuentra desde marzo en prisión, acusado de corrupción, lo que ha impedido que pueda participar en la campaña.
“La represión de la disidencia pacífica y la oposición por parte del Gobierno indio dirigido por el BJP ha llegado a un punto crítico”, denunciaba recientemente Amnistía Internacional, cuyas cuentas en el país también fueron congeladas y se vio forzada a cerrar sus oficinas en la India en 2020. Volker Türk, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, expresó en marzo su preocupación por “las crecientes restricciones del espacio cívico —con defensores de los derechos humanos, periodistas y críticos percibidos como objetivo—, así como la incitación al odio y la discriminación contra las minorías, especialmente los musulmanes”. Y según Human Rights Watch: “Las políticas discriminatorias y divisivas del Ejecutivo del BJP han provocado un aumento de la violencia contra las minorías, creando un ambiente generalizado de miedo y un efecto amedrentador sobre los críticos del Gobierno (…). En lugar de pedir cuentas a los responsables de los abusos, las autoridades eligieron castigar a las víctimas y perseguir a cualquiera que cuestionara las acciones”.
Uno de los episodios más recientes en esa tensión entre hinduistas, que suponen el 80% del país, y musulmanes —172 millones de personas, un 14,2% de la población de la India— fue la inauguración, por parte de Modi, de un templo hinduista en el disputado emplazamiento de una mezquita centenaria. Esta fue destruida en los noventa, en un ataque de una turba hindú que causó miles de muertos y sentó un precedente de impunidad en los casos de violencia contra musulmanes en el país. La inauguración justo antes de las elecciones fue un movimiento calculado, según el periodista Sandeep Dikshit, editor asociado en el diario The Tribune: “El primer ministro quiere atribuirse el mérito de recuperar un símbolo cultural que, según dijo, había sido arrebatado por los musulmanes hace 600 o 700 años”.
Pratishta Singh, miembro del equipo de Rahul Gandhi, asegura al teléfono que los últimos 10 años han sido una “sacudida” necesaria para despertar. “Nuestras instituciones democráticas, nuestro [poder] judicial, los medios, la burocracia… han quedado diluidas más allá de lo reconocible”. Y cree, igual que otros analistas e instituciones defensoras de derechos civiles, que buena parte de la responsabilidad la tienen los actos de odio y linchamiento contra musulmanes que quedan impunes o cuentan con el visto bueno de líderes del BJP. “Si no hay castigo por estos crímenes, ¿qué tipo de democracia e instituciones tenemos?”.
Con las cuentas congeladas, la formación de Gandhi está funcionando mediante donaciones o aportaciones de sus miembros, cuenta Singh. Pero la alianza opositora ha superado las grietas que asomaban y asegura que las cosas pintan bien. En sus palabras: “No me gusta predecir elecciones, pero, en términos del Partido del Congreso ganando terreno, nuestros cálculos apuntan en esa dirección”.
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