Ghita tiene 10 años, llegó a España desde Marruecos, saca buenas notas, es portera en el equipo de fútbol de su pueblo, y le gustaría ser cardióloga. El aterrizaje, hace dos años, con el curso empezado, no fue fácil, cuenta su madre, Zinba Hamzaoui. “Todo el mundo hablaba español, y ella entendía muy pocas palabras. Pero se adaptó rápidamente, es muy activa y sociable, y en un año aprendió la lengua. Tengo una hija muy lista”, dice Hamzaoui, empleada en hostelería, desde El Algar, Murcia, donde vive con su marido, trabajador agrícola, Ghita y su otro hijo, que está acabando la ESO.
Los hijos de Hamzaoui son dos de los 944.992 alumnos extranjeros que el curso pasado estudiaron enseñanzas de régimen general ―infantil, primaria, bachillerato y formación profesional― en España. Se trata de la mayor cifra registrada, después de haber aumentado en 257.218 (un crecimiento del 37%) en seis años. Su peso en el conjunto de los estudiantes también es el más elevado hasta la fecha: suponen un 11,4% del total, con grandes diferencias territoriales. En cinco comunidades autónomas, casi todas del Mediterráneo, representan más de 15% del alumnado (en Baleares rozan el 18%). Mientras en Extremadura se sitúan en el 3,8%, y en Galicia y Asturias no alcanzan el 6%. Su presencia es mayor en las etapas obligatorias, sobre todo en primaria (13,7% del total) y en la FP Básica (16,1%), una vía dirigida a que el alumnado en riesgo de abandono acabe la ESO. Y se reduce en las enseñanzas postobligatorias, especialmente en bachillerato (7%).
Docentes, directores y sociólogos de la educación afirman que la llegada de alumnado extranjero es positiva para el sistema, porque enriquece su diversidad, amortigua el rápido descenso de estudiantes por la caída de la natalidad (solo en primaria se han incorporado en seis años 115.909 niños extranjeros en los últimos seis años, sin los cuales la etapa habría perdido en dicho periodo 273.666), y reduce el número de escuelas que cierran por falta de alumnos. Al mismo tiempo, advierten, también supone un reto para los centros educativos, sobre todo para los públicos, que los acogen de forma desproporcionada, ya que tienen, en promedio, más necesidades educativas. Los programas de acogida se desarrollaron mucho a finales de los noventa y en los primeros años de este siglo coincidiendo con la primera gran ola de incorporación de alumnado inmigrante ―en 1998 eran 80.587; 10 años más tarde, 730.118―. Pero se desmantelaron en gran medida después de la crisis financiera de 2008, y en la mayor parte de los territorios no se han recuperado.
Hace dos décadas, afirma Miquel Àngel Alegre, director de proyectos de la Fundació Bofill, una entidad dedicada a la investigación de políticas educativas, existían numerosos programar específicos. “Según las comunidades se llamaban aulas de acogida, aulas de enlace, externas… Podían ser controvertidas o más o menos segregadoras, en función de si sacaban al alumnado de la clase o de la escuela. Algunas eran criticables, sí. Pero existían. Y había todo un debate sobre cómo orientarlos. Había una apuesta política al respecto”, afirma Alegre. “Ahora, el esfuerzo recae sobre todo en el buen hacer del profesorado y en los equipos directivos. Los apoyos se tienen que ir repartiendo y priorizando. Y eso, dependiendo de la ratio que tenga el centro, se puede abordar mejor o peor”, añade Olga Catasús, presidenta de la asociación de directores de colegios públicos de Murcia.
Se trata de un fenómeno positivo y a la vez complejo de gestionar, afirma Antoni Morante, que hasta hace unas semanas fue director general de Planificación, Ordenación y Centros del Gobierno balear. “Por un lado, este alumnado tiende a concentrarse en determinados centros, generalmente públicos. Su rendimiento suele ser inferior a la media, pero los análisis que hicimos muestran que son estudiantes que en dos o tres años recuperan bastante el desnivel de partida, aunque a base de invertir recursos en programas de apoyo. Por otro lado, nosotros consideramos que la diversidad que aportan es un valor, y nos ayudan a mantener aulas y centros abiertos. En Baleares no hemos tenido que cerrar prácticamente ninguna escuela, ni tenemos el problema de falta de estudiantes de otras zonas de España”. El porcentaje de alumnado extranjero no es un factor que cuente en la financiación que las comunidades autónomas reciben del Estado, pero Morante señala que los programas puestos en marcha en los últimos años por el Ministerio de Educación, como Proa+, van dirigidos especialmente a apoyar a los centros con altas tasas de alumnado vulnerable, que con frecuencia son inmigrantes.
“La diversidad de todo tipo, y la lingüística en particular, es un reto”, señala Miquel Àngel Alegre, “y no solo de cara al trabajo de la competencia lingüística en sí misma, sino a partir de ella del resto”. Las tasas de repetición del alumnado extranjero y de abandono escolar temprano son más del doble que las de los autóctonos, y su rendimiento académico es en promedio menor. Se trata, en buena parte, de una cuestión de clase social, pero no solo. “En evaluaciones internacionales como PISA, cuando controlamos los resultados por estatus socioeconómico, es decir, cuando comparamos autóctonos y extranjeros de la misma clase social, la diferencia cae, pero todavía es significativa. Y cuando a ello le añadimos otro filtro, que unos y otros tengan la misma lengua materna, la diferencia vuelve a bajar, pero sigue quedando un pequeño reducto, que viene explicado por el hecho de ser inmigrante y tener un entorno de inmigración”, añade Alegre.
Un análisis publicado por el profesor de la Universidad de Barcelona Jorge Calero con los resultados de PISA 2018 reflejan que, en el caso de matemáticas, la diferencia entre los estudiantes autóctonos y los foráneos es de 47 puntos, y en ciencias, de 41. Suele aceptarse que 40 puntos en PISA equivalen a un curso escolar. El análisis de Calero muestra que, una vez descontando el estatus socioeconómico y cultural, la distancia en Ciencias es de 28 puntos (en este caso, con datos de PISA 2015), una distancia parecida a la que el mismo cálculo ofrece para el conjunto de países de la OCDE (31 puntos).
La presencia de alumnado extranjero es muy distinta en el instituto público que Miguel Pérez dirige en Don Benito, Badajoz, y en el colegio público de un municipio del sur de Barcelona donde Pilar Gargallo trabajó el curso pasado. “Aquí hay muy poco alumnado inmigrante. Y muchas veces mantener abiertas líneas depende de si llega o no, porque la tasa de natalidad ya vemos cuál es”, dice Pérez. Gargallo afirma, en cambio, que en septiembre del año pasado (es decir, meses después del periodo estándar de matrícula) se incorporaron a su escuela 40 alumnos recién llegados (el centro tenía, en total, 600 niños).
Las situaciones de segregación escolar, es decir, cuando en un centro se da una elevada concentración de alumnado vulnerable, son más complejas y también disponen, normalmente, de más recursos. Pero en general, dice Gargallo, “en primaria, a edades tempranas, es fácil incluir a un niño gracias al aprendizaje que se produce entre iguales. Y en infantil ni siquiera hacen falta aulas de acogida, porque aprenden rápido la lengua de todos”.
La red educativa pública acoge a más estudiantes extranjeros y en general a más chavales vulnerables de los que le corresponderían por su peso en el conjunto del sistema. El porcentaje de alumnado foráneo en la escuela pública ha caído, sin embargo, al nivel más bajo desde 1999. A finales del curso pasado, se situaba en el 76,6% (en la red pública están matriculados el 66,9% de todos los estudiantes), seis puntos menos que en 2008, cuando se alcanzó el pico de segregación. Xavier Bonal, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona y director del grupo de investigación Globalización, Educación y Políticas Sociales, cree que en ello pueden haber influido, hasta cierto punto, las políticas antisegregación aplicadas en los últimos años en algunas comunidades autónomas, como Cataluña o, recientemente, en Euskadi, y que la actual ley de Educación refuerza. Bonal cree, sin embargo, que la reducción del desequilibrio se debe sobre todo a la fuerte caída de la natalidad. “Eso ha hecho cambiar la actitud de la concertada hacia el alumnado inmigrante. Digamos que ahora compiten por alumnos en general, no solo por los de determinada clase social. He visto en reuniones una predisposición de la concertada hacia la matrícula viva (estudiantes, generalmente extranjeros, que se incorporan a la escuela con el curso empezado) mucho más positiva que antes”.
Las familias extranjeras se instalan en España con sus hijos en edad escolar sobre todo por motivos laborales y económicos. Pero hay otras razones. Como consecuencia de la invasión rusa, por ejemplo, 29.354 niños ucranios se han incorporado a centros educativos españoles, lo que representa una cuarta parte de todos los estudiantes foráneos llegados a España desde septiembre de 2021.
Aquel mes Issaid Mendoza, su mujer, y sus dos hijas, que ahora tienen siete y 10 años, llegaron a Valencia desde México. Una de las cosas que los convenció a la hora de elegir el destino, asegura Mendoza, fue la educación. “En México es muy difícil que el sistema educativo se aplique tal y como está planeado en el papel, tanto por cuestiones económicas como del profesorado. En España, en cambio, vemos que la gran mayoría de lo que está previsto se lleva a cabo”. Otro factor, relacionado con la crianza de sus hijas, fue la ausencia de violencia. “Sabíamos que este era un país seguro, pero no pensábamos que lo fuera tanto. Nos pareció impresionante ver que en Valencia los niños van solos del colegio a su casa, algo que nunca habíamos visto en México”. A Mendoza, que es sociólogo, no le sorprende el aumento de la migración hacia España, ni que los adultos hagan el viaje acompañados por sus hijos. “Creo que los españoles no os dais del todo cuenta del progreso tan grande que habéis tenido en los últimos años, tanto en cuestiones sociales como económicas. Pero desde fuera se ve como un país muy bueno para emigrar, tanto por el trabajo, como para las familias”.
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